Suenan Los Ángeles Azules en la bocinota bluetooth. Van y vienen órdenes, medias y completas, frijoles refritos, salseras, verdura, limones. Una familia vende birria de res en su cochera, casi en la esquina de la cuadra donde vivo.
Me preparo un taco. Desde mi mesa, las paredes y el tejabán de la cochera delimitan la vista. Es una pantalla hacia la calle.
Cruzan la pantalla, desde ambos lados, rutinas de domingo. Chamacos risueños y polvosos, sudando en uniforme de futbol. Señoras arrastrando su carrito con verduras. Una bicicleta fugaz.
Domina la esquina superior derecha de la pantalla un señalamiento de parada de autobuses a lo alto de un tubo instalado en la banqueta.
Entra un camión de la ruta 35 por la izquierda. Se detiene. Bajan y suben pasajeros.
Fuera de la pantalla suena un cláxon.
Los pasajeros suben y bajan.
El cláxon insiste.
El camión cierra sus puertas. Lento, sale por la derecha de la pantalla.
Entra por la izquierda un automóvil de modelo reciente con una familia a bordo. Adelante una pareja. Vistos desde la ventana de la puerta trasera, niños se revuelven como ropa en lavadora.
Él saca la mano por su ventana para pintarle un dedo al conductor del urbano. Algo grita, pero yo nomás escucho las trompetas de la cumbia.
El auto gris sale por la derecha de la pantalla, lento. Entra de nuevo en reversa, lento. Maniobra, lento, y se estaciona lento bajo el señalamiento de parada de autobús.
La familia baja del auto. La mesera mueve sillas y junta dos mesas. Cuatro niños, cuatro smartphones. Él: fajándose la playera polo, lentes de marca, sigue mirando hacia la calle, indignación en el semblante. Ella, blusa dominguera y, en la mano, la hojita dominical que más temprano deben haberle dado en misa.
“¿Ya les puedo tomar su orden?”.
Mi taco ya está tibio, pero la salsa verde lo remedia.